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Concurso de relato breve fantástico. Biblioteca Fantástica

Hemos celebrado los 100 años de la sede de la Biblioteca de Menéndez Pelayo de Santander recibiendo 117 manuscritos en el Concurso Biblioteca Fantástica.

El jurado ha decidido premiar los relatos Voynich, de Susana Díez Gutiérrez, y Susto, de Fran Díez Gutiérrez. Además, ha hecho una mención especial a Cartas a Isabel, de Miguel Ángel García Saro.

Acta del Jurado de Biblioteca Breve

VOYNICH (Primer premio a Susana Díez Gutiérrez)

SUSTO (Segundo premio a Fran Díez Gutiérrez)

Planificación. Esa es la clave. Llevaba meses inmerso en el trabajo, el más importante de su vida. Era complejo. Tenía que ser minucioso, organizado, había que producir y falsificar. Su equipo echaba humo, iban con retraso y eso le sacaba de quicio. Le gustaba que todo fluyera, el mecanismo perfecto, los engranajes girando lentos y ajustándose en un baile medido al milímetro. Aquello era jugar la Champions. Si realizas bien los preparativos luego todo va como la seda. Hacen falta buenas credenciales, ganarse la confianza de los bibliotecarios, saber cuándo es el momento, poseer los conocimientos… La paciencia del cocodrilo, moverse por los bajos fondos de la ciudad de los libros. Era una operación por encargo, como casi todas en este negocio. Un incunable. Casi nada. Y eso son muchos numeritos reproduciéndose en la cuenta de Suiza.

Ya había sido capaz de extraer joyas de la Old Library del Trinity College de Dublín o de la Biblioteca Nacional de Madrid. En algunos casos no se habían dado ni cuenta o habían reaccionado meses después. En otras ocasiones habían enterrado el asunto sin hacerlo público para evitar ser depredados por los medios. Siempre sin ser avaricioso. Unos compañeros del sector habían afanado tantos libros de la Universidad de Extremadura que terminaron en los juzgados. Él era más selectivo. Mejor. Malhechor que no sabe su oficio es delincuente condenado.

El método del cambiazo era su predilecto, cuando se podía. Nadie distinguía un facsímil suyo del original. Solamente un experto y de esos quedaban muy pocos. El papel tan valorado y denostado. Todavía había mercado y gente que apreciaba las páginas amarillentas como si fueran mapas de tesoros. Al menos subsistía un millonario piadoso de guardar la herencia del pasado, la propia y la ajena, en su caja fuerte. El mundo existe para llegar a un libro y cualquier día esa nube de datos moderna se apagaría dejando un chaparrón de ineptos. Arderá la memoria del mundo como la Biblioteca de Alejandría.

La tranquila Santander no descubriría nunca que un viejo libro había emigrado a Estados Unidos como un polizón albanés. Seguramente él si echaría de menos acudir todos los días a la Biblioteca de Menéndez Pelayo a preparar una falsa tesis que nunca terminaría. Síndrome de Estocolmo, secuestrado por su propio personaje de impostor. Añoraría la madera de las mesas en la sala de estudio, el jardín con bustos de ilustres brotando como árboles, la luz que genera la vidriera con el águila imperial de Carlos V, el diseño afrancesado del mobiliario…

Cuando falleció el escritor cántabro en 1912 donó a la ciudad su colección y la propiedad. Una biblioteca personal de la que aseguraba orgulloso que “es la única obra mía de la que me encuentro medianamente satisfecho”. Era magnífica. La tarea titánica de una vida. En el testamento dejó dispuesto que no se incluyeran nuevos fondos tras su muerte. Preservar un círculo perfecto. Nada entra y nada sale… Oficialmente. Quizá don Marcelino no contaba con los ladrones de guante blanco.

No echaría de menos tener que ponerse su elaborado disfraz de remilgado profesor universitario de una prestigiosa institución europea ni el usar sus gafitas de cristales sin graduar. En realidad, apenas habían comprobado sus credenciales. Pueblerinos confiados. Se roba más en las iglesias que en las bibliotecas.

Y llegó el día programado, el primer intento. El pulso se aceleraba, sudor frío, pero tenía todo bajo control. No esperaría más. Se podía hacer… Hasta que apareció aquel otro investigador. No era la primera vez que le veía. Nunca decía nada ni se acercaba. Llevaba un traje antiguo y barba. La primera vez había pensado en un actor recreacionista jugando a ser don Marcelino paseando entre sus 45.000 libros. Un friki. Abundaban.

No le dio demasiada importancia. El plan seguía adelante. No volvería más. Cuando procedía a sustituir un ejemplar por otro el hombre se acercó como flotando y de cerca tenía un aspecto espectral. Sin duda era el intelectual santanderino con su barba y su pajarita. El fantasma le atravesó etéreo y cambió su corazón como si fuera un libro por otro. Notó el frío y el miedo atravesando cada célula de su cuerpo, cada página de su vida, como un puñal. “¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer!”, le vino a la mente la frase del célebre filólogo que le traspasaba literalmente. Se sintió después purificado, de un corazón negro a uno blanco. Pablo de Tarso cayendo del caballo. Por un momento temió que su corazón se parase en seco como hizo el tiempo mezclando dimensiones. El ladrón de libros decidió abortar su plan y dejar la biblioteca personal del erudito santanderino tal y como estaba, sin alterar nada. Helado. Atónito. Traumatizado. Nadie le creería, pero tenía claro que no volvería a entrar nunca jamás al edificio.

Cartas a Isabel (Mención a Miguel Ángel García Saro)

Andrés detiene su andar frente a un escaparate de la calle del Rubio y se observa en el cristal para revisar su imagen. Antes de proseguir su camino, ve reflejada tras de sí la majestuosa estatua sedente de Don Marcelino, y siente la poderosa mirada del sabio escrutando su figura. Piensa que es normal que el maestro pretenda analizar al desconocido que lleva solo unas semanas desempeñándose como nuevo ayudante del bibliotecario.

Ha accedido al edificio y ya se encuentra en su lugar de trabajo, donde reina un silencio sepulcral, atendiendo algunos correos. Desde su mesa, el ayudante observa ensimismado la luz dorada que atraviesa las vidrieras del techo e ilumina las estanterías y las baldosas marmóreas del suelo ajedrezado. Entonces alguien abre la puerta de entrada. Es la primera visitante de la jornada y para Andrés no pasa desapercibida. Se trata de una joven hermosa, que rondará la veintena. El ayudante reconoce una indumentaria anacrónica, absolutamente fuera de contexto; la chica luce un elegante vestido de color pardo que cubre su cuerpo completamente, y que contrasta con el marfil de un camafeo en su cuello y un largo collar de perlas.

El atónito joven saluda y ella le pregunta, educada pero con cierto nerviosismo, por el Manual de botánica del abate Inghirami. Insiste en que le permita verlo, pero Andrés acude al catálogo y no lo halla. Al escuchar esta respuesta, ella parece embargada por un notorio malestar y posa sus ojos tristes en Andrés, para luego marcharse.

La mañana ha transcurrido sin más visitas, y Andrés se dispone a cerrar para ir a almorzar cuando la mujer vuelve. Se dirige al joven y le dice:

—Mi nombre es Isabel. Necesito su ayuda. Encuentre el Manual de Inghirami para mí.

Andrés no entiende nada. Piensa que puede tratarse de alguien queriendo aprovecharse de él e indica a la mujer que es hora de cerrar.

La tarde transcurre tranquila, pero al día siguiente, nada más entrar, Andrés encuentra un buen número de ejemplares de varias estanterías de la nave central tirados por el suelo. Corre al despacho del maestro y lo encuentra todo revuelto y fuera de sitio. Asustado, el ayudante telefonea a su jefe para ponerle al corriente.

—Ocurre algo, Luis.

—La has visto —dice el bibliotecario.

—¿Cómo? ¿La conoces? Una mujer ha venido preguntando por un libro, un Manual de botánica de Inghirami, o  algo así. Le  expliqué que no constaba en el catálogo y volvió después pidiéndome que lo encontrara. Acabo de llegar y me he encontrado el estudio hecho un desastre.

—Ve al estudio de Don Marcelino y abre el cajón central del escritorio. Al fondo encontrarás una fotografía.

El ayudante acude de inmediato y encuentra el retrato de la misma joven del día anterior. Su única reacción consiste en extraerlo del marco. En ese momento, perplejo, al dar la vuelta a la imagen lee estas palabras anotadas a lápiz: «Tuya, siempre. Isabel».

—¿Sigues ahí? ¿Qué es todo esto?

—Tranquilo. Esta biblioteca guarda muchos secretos, y este es uno de ellos. Isabel fue el primer amor de Don Marcelino; de hecho estuvieron enamorados toda su vida. En 1877 él adquirió en Roma este volumen, un ejemplar único escrito y decorado por un clérigo italiano, y se lo regaló a su vuelta. Desde muy jóvenes mantuvieron la costumbre de dejarse notas, poemas y menudencias entre sus páginas por lo mucho que significaba para ambos. Parece ser que a la muerte de él ella legó el libro a la colección, y desde entonces se guarda sobre la balda que hay frente al escritorio del estudio. Por increíble que parezca, los espíritus de ambos siguen rondando por la biblioteca, intercambiando escritos que esconden en el Manual. Si ella ha aparecido seguramente sea porque deseaba conocerte o, sencillamente, porque el libro estaba fuera de su sitio habitual; a menudo los libros del estudio son cambiados de ubicación para ofrecer una imagen distinta del lugar de trabajo del maestro. Ahora que lo sabes todo, no tengas miedo en acceder a la petición de Isabel.

Mudo por la revelación del bibliotecario, Andrés vuelve a su mesa y aguarda con impaciencia la visita de Isabel, que, como en el día anterior, hoy vuelve a ser la primera visitante. La joven irrumpe en la sala principal con gesto sereno, camina hacia el ayudante y, amablemente, le pide el Manual de Botánica. Él acude al estudio y vuelve con el volumen que ha encontrado sin problemas sobre el primer estante, frente al escritorio. Hace entrega del mismo a la dama y ella, después de tomarlo entre sus manos, se despide con una sonrisa dulce para luego desaparecer por la nave sur, mientras sostiene el libro abierto de par en par, deleitándose con quién sabe qué genialidad de su amado.